Imagina un sumidero.
Eso era mi corazón,
un tremendo agujero negro.
Nunca, jamás bastante.
Por ahí tus manos,
la cabeza,
tus vísceras,
todo tú y la infinitud de tu amor.
Por ahí la casa,
los electrodomésticos, los muebles, el edificio entero,
avenidas, semáforos, palmeras, peatones.
Por ahí la ciudad,
ciento noventa y cuatro fronteras,
ochenta y tres mares,
cinco océanos, seis continentes.
Por ahí el mundo.
Por ahí el mundo que se atraganta
y que no cabe.
Y después silencio.
Un siglo de abstinencia y hambre.
Dime tú, qué hago ahora,
si me muestras un amor,
a mí, hija de la casta de los deformes,
y lo traes así, cerradito al puño,
protegido como un embrión en el vientre,
dime tú, qué hago ahora,
si desde aquí huelo
esa única y tierna gota de sangre,
y lloro
y tiemblo
y me alejo
tan muerta como llegué,
tan muerta como me fui,
de hambre.
Martina Brisac
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